¡Buenos días! Hoy es miércoles, julio 9 y son las 12:02 am
      
      Jorge
      Luis Borges
      (1899–1986)
      
      
      Pierre Menard, autor del Quijote
      (El jardín de senderos
      que se bifurcan (1941;
      Ficciones, 1944)
      
      
      
A
      Silvina Ocampo
      
      
         La obra visible que ha dejado este
      novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto,
      imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri
      Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante
      no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus
      deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no
      masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con
      alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos
      reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el
      Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve
      rectificación es inevitable.
                Me consta que es
      muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me
      prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en
      cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado
      poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de
      Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y
      ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el
      filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las
      víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la
      veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva
      que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe
      me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son
      insuficientes.
                He dicho que la
      obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con
      esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que
      siguen:
                a) Un soneto
      simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La
      Conque (números de marzo y octubre de 1899).
                b) Una
      monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de
      conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el
      lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y
      esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
                c) Una
      monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de
      Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
                d) Una
      monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz
      (Nîmes, 1904).
                e) Un
      artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez
      eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute
      y acaba por rechazar esa innovación.
                f) Una
      monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes,
      1906).
                g) Una
      traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y
      arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
                h) Los
      borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
                i) Un examen
      de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con
      ejemplos de SaintSimon (Revue des Langues Romanes, Montpellier,
      octubre de 1909).
                j) Una
      réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes)
      ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes,
      Montpellier, diciembre de 1909).
                k) Una
      traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo,
      intitulada La Boussole des précieux.
                l) Un
      prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus
      Hourcade (Nîmes, 1914).
                m) La obra
      Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden
      cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga.
      Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae
      como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la
      tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
                n) Un
      obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet
      (N.R.F., marzo de 1921). Menard recuerdo declaraba que censurar y
      alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la
      crítica.
                o) Una
      transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul
      Valéry (N.R.F., enero de 1928).
                p) Una
      invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la
      realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre
      paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry.
      Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió
      peligro.)
                q) Una “definición”
      de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” la locución
      es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio que anualmente publica esta
      dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar
      “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan
      expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a
      interpretaciones erróneas o apresuradas.
                r) Un ciclo
      de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
                s) Una lista
      manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]
                Hasta aquí (sin
      otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el
      hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible
      de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la
      subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de
      las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más
      significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y
      trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un
      fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un
      dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta
      nota.[2]
                Dos textos de valor
      desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de
      Novalis —el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden—
      que esboza el tema de la total identificación con un autor
      determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo
      en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street.
      Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales
      inútiles, sólo aptos decía para ocasionar el plebeyo placer del
      anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de
      que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más
      interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le
      parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es
      Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado
      que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian
      su clara memoria.
                No quería componer
      otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil
      agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no
      se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas
      que coincidieran palabra por palabra y línea por línea con las de
      Miguel de Cervantes.
                “Mi propósito es
      meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde
      Bayonne. “El término final de una demostración teológica o
      metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas
      universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La
      sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes
      las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.”
      En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
                El método inicial
      que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español,
      recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco,
      olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser
      Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que
      logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo
      descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De
      acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios
      imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser
      en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció
      una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le
      pareció menos arduo por —consiguiente, menos interesante— que
      seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las
      experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le
      hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don
      Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes—
      pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese
      personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.)
      “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la
      carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré
      que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote—
      como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi —no ensayado nunca por él—
      reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase
      excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco.
      Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la
      memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
      
Where
      a malignant and a turbaned Turk...
      
         
      ¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia,
      en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un
      simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a
      Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que
      engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El
      Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece
      ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la
      interjección de Edgar Allan Poe:
      
Ah,
      bear in mind this garden was enchanted!
      
o
      sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz
      de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad
      personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un
      libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su
      escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o
      trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con
      atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He
      cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas
      ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y
      Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del
      Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien
      equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada
      esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi
      problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente
      precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra
      inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y
      de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir
      literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por
      dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal
      o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’
      y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas
      artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a
      principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria,
      acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han
      transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre
      ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”
                A pesar de esos
      tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el
      de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas
      la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad”
      la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué
      españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al
      doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su
      obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni
      autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un
      sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô,
      inapelablemente.
                No menos asombroso
      es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que
      trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”.
      Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y
      posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y
      en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se
      explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre
      contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell—
      reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en
      ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología
      del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del
      Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera
      interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir
      una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre
      Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el
      estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su
      diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques
      Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos,
      pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus
      detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
                Es una revelación
      cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por
      ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
      
               ... la verdad,
      cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
      testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
      por venir.
      
               Redactada en el
      siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa
      enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en
      cambio, escribe:
      
               ... la verdad,
      cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones,
      testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo
      por venir.
      
               La historia, madre
      de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William
      James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como
      su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo
      que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de
      lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente
      pragmáticas.
                También es vívido
      el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero
      al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que
      maneja con desenfado el español corriente de su época.
                No hay ejercicio
      intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio
      una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero
      capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la
      filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El
      Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es
      una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas
      ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
                Nada tienen de
      nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de
      ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que
      aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima
      y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un
      idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió
      tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que
      fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he
      procurado reconstruirlas.
                He reflexionado que
      es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el
      que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no indescifrables— de
      la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un
      segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría
      exhumar y resucitar esas Troyas...
                “Pensar,
      analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la
      normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional
      cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos,
      recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó,
      es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser
      capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
                Menard (acaso sin
      quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y
      rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de
      las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta
      a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y
      el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si
      fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los
      libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce
      la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos
      tenues avisos espirituales?
      
      Nîmes, 1939
      
      
      [1] Madame Henri Bachelier
      enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo
      Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de
      Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe
      tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.
      
      [2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de
      Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas
      que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y
      puntual de Carolus Hourcade?
      
      [3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus
      peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los
      atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía
      llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.
      
      
      
      
      
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